Parece una tontuna de libro. Lo abres y al principio parece que estás leyendo una redacción de un niño de primaria. Escrito en minúsculas, confieso que me pone nerviosa, pero la apariencia seudoinfantil atenúa mi ansiedad ortográfica.
Y de repente, ¡buah!
No sé exactamente en qué momento dejó de ser una banalidad y se convirtió en una historia de una pobre muchacha sin suerte, que nació en el sitio equivocado, en el momento equivocado.
Al principio es fresco, ligero, ella es divertida e inoportuna. Poco a poco se va complicando, apagando, y eso que la chica aprende a leer y escribir, lo que le hace sentirse orgullosa y valiosa ante el mundo, ante su mundo. Este libro no es otra cosa que su testimonio, su versión de cómo ha llegado a estar donde está y a hacer lo que hizo.
Y pienso en las suertes de los eternamente desprotegidos. No cambia. Pasan los años y no cambia de rumbo. Siempre ese argumento. Y no pasa de moda. Siempre ahí. Vigente. Estés aquí o en el otro lado del mundo. En 1830 o en 2019. Inalterable. La víctima castigada. Historia tan antigua como el color de la leche.
Terrible todo, si no llega a ser porque la venganza es escribirlo todo. Tu palabra contra la mía se yergue aquí, en estas hojas. Entérate: mi voz se oirá, todos sabrán y te juzgarán como me han juzgado a mí.
Y eso sí que reconforta. No sé si a la protagonista tanto como a mí, lectora. Creo que a mí más: eso de que la palabra sea un arma de justicia social me alivia un montón. Menos mal.